16 de nov. 2017

cervantes 2017

el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, Premio Cervantes 2017
“El venerable Lada había pasado del azul celeste al azul de Prusia al salir del taller donde operaron milagros en la carrocería,  agujereada por las balas en el atentado de tantos años atrás, donde perdiera la vida Lord Dixon.  Dichosamente el motor no sufrió los impactos, y aquel viernes de agosto el valiente carrito enfilaba airoso hacia el sur por la carretera a Masaya,  al volante el inspector Dolores Morales. Las estructuras metálicas de los árboles de la vida mandados a sembrar por la primera dama poblaban el camellón central y los espaldones de la carretera formando un bosque inmenso y extraño, los arabescos de sus follajes amarillo huevo, azul cobalto, rojo fucsia, verde esmeralda, violeta genciana, rosa mexicano y rosado persa alzándose entre la maraña de rótulos comerciales.  Siguiendo las indicaciones del mapa que llevaba en el asiento de al lado,  tomó hacia el oeste por la pista Jean Paul Genie en la rotonda de Galerías Santo Domingo,  y luego, a la altura del Club Terraza,  enrumbó otra vez al sur por el antiguo camino de Las Viudas,  dejando atrás el hotel Barceló y el colegio Centroamérica de los jesuitas.  El camino,  ahora pavimentado pero en malas condiciones, ascendía serpenteando hacia las primeras estribaciones de la sierra de Managua.  Poco antes de alcanzar el reparto Intermezzo del Bosque se abría una trocha destinada a ser pronto una carretera en toda regla, marcada en el mapa con una gruesa línea roja: unos cinco kilómetros más de recorrido entre árboles añosos derribados por las motosierras encima de los despojos de los viejos cafetales, también arrasados de raíz, cedros, genízaros,  guanacastes y caobos que mostraban sus muñones rojizos.  Las aplanadoras emparejaban terrazas donde iban a alzarse mansiones amuralladas,  y no era difícil advertir que los corrales, las pulperías y las viviendas de bajareque que aún se asomaban a la trocha estaban destinados a desaparecer ante el avance triunfal de las orugas de los tractores.  Una equis señalaba en el mapa el punto de destino.  Al lado del portón de acceso había una garita con vidrios a prueba de balas,  y junto a la garita un jeep Wrangler con dos hombres a bordo,  uno al volante, y al lado otro que cargaba una ametralladora Uzi como quien acuna una muñeca;  uno más dentro de la garita,  y dos frente al portón.  No alcanzaban a disimular su catadura de muchachos de barriada a pesar de sus trajes grises color rata y las corbatas de poliéster bien anudadas en los cuellos tiesos de almidón,  que debían escocerles la piel.  Usaban,  además,  los mismos zapatos,  tan pesados como si fueran ortopédicos.  El que parecía ser el jefe descendió del jeep,  y con un movimiento giratorio de la mano le indicó que bajara el vidrio de la ventanilla.  La manigueta no funcionaba,  así que el inspector Morales procedió a abrir la puerta, y entonces entró el ruido de las podadoras, empecinadas en rasurar la grama de los extensos campos al otro lado del muro,  y junto con el ruido el olor a la savia de los tallos aventados en lluvia menuda.  El hombre usaba anteojos oscuros de un tinte impenetrable.  Llevaba el pelo rasurado al rape, y detrás de la oreja la serpentina del audífono.  Bajo el faldón del saco se entreveía la pistola automática enfundada en una cartuchera de nailon. El agente Smith de The Matrix en persona.  Le pidió la cédula de identidad con seca cortesía,  la fotografió usando su teléfono celular,  y,  luego de devolvérsela, él mismo le adhirió en la pechera de la camisa,  del lado del corazón,  un sticker con unos círculos concéntricos. Era la contraseña del día para los visitantes,  pero más parecía una diana para guiar la puntería. El de la garita recibió la orden de activar el portón eléctrico, que se descorrió sin ruido, y el Wrangler se puso en marcha delante del Lada.  Todo era como en los torneos de golf de la televisión por cable en que jugaba Tiger Woods: suaves colinas perdiéndose en la distancia, la grama como un paño de billar salpicada de árboles trasplantados con grúas;  y bajo el sol de aquella mañana de agosto,  una laguna artificial que espejeaba a lo lejos.  El asfalto de la vereda era suave como la seda,  y las llantas del Lada siseaban apenas al deslizarse a la velocidad impuesta por el Wrangler,  mientras los aspersores regaban sobre los prados finas cortinas de agua irisadas.  Hasta el cielo terso y sereno,  con sus nubes lejanas e inofensivas de tarjeta postal, parecía pertenecer a un país extranjero.  El Wrangler se detuvo al lado de un rótulo que señalaba el estacionamiento de visitantes, y el agente Smith le indicó el lugar donde debía dejar el vehículo,  aunque la playa de asfalto se hallaba desierta.  El inspector Morales bajó, asentando primero la contera de su bastón. Había engordado y lo usaba para ayudarse a aliviar los crecientes dolores en la cadera del lado de la prótesis. Con la misma seca cortesía de antes,  el agente Smith le pidió que abriera el cartapacio,  y luego lo hizo extender los brazos y separar las piernas para cachearlo,  el bastón al aire en su mano izquierda,  el cartapacio en la derecha.  Por fin dio con el revólver 38 de nariz corta, que seguía llevando en el tahalí sujeto con una cremallera adhesiva al tobillo artificial.  El agente Smith entregó el revólver con todo y tahalí a uno de sus subalternos,  quien lo depositó en una bolsa transparente, y le entregó un tiquete de resguardo.  Entonces apareció un carrito de golf adornado con una banderola en el cabo de la flexible antena de radio.  El inspector Morales se acomodó al lado del conductor,  tan silencioso como todos los demás.  Hasta ahora sólo el agente Smith, sentado atrás,  le había dirigido unas cuantas palabras, las precisas.  Las únicas voces eran las que resonaban, urgidas y embulladas, en el aparato de radio instalado debajo del timón. La mansión de ventanales defendidos por parasoles a rayas verdes y blancas, que se alzaba entre palmeras reales en una terraza elevada, se abría en dos alas y parecía un hotel de recreo,  sólo que desierto de huéspedes.  A un lado, dentro de un círculo marcado sobre una plataforma de concreto,  reposaba un helicóptero Bell, blanco y azul.  El viento que llegaba de la espesa arboleda detrás de la mansión estremecía las aspas sin lograr moverlas. Un mayordomo, vestido como el padrino de una boda, lo guio por una galería desde la que se podía ver un jardín entre cuyos macizos se abría un sendero de lajas, y llegados a una sala discretamente alumbrada lo dejó solo. Los sofás,  que olían de lejos a cuero vacuno,  rodeaban una imponente mesa de vidrio cargada de libros de arte.  El inspector Morales se arrellanó en uno de los sofás,  tan mullido que le dieron ganas de no volver a levantarse de allí.  En los cuatro costados de las paredes colgaban cuadros de enorme formato.  Eran ojos. Solos o en pares. Unos muy abiertos, como si mostraran asombro,  otros que miraban alertas, como si escrutaran al visitante y fueran capaces de seguir sus pasos;  y en el que tenía de frente, uno de los dos ojos se cerraba en un guiño pícaro. Todos en negro sobre fondo blanco, trabajados al detalle, tanto que podrían tomarse por fotografías. Pero había uno que vertía una lágrima roja, la única nota de color en todo el conjunto.  Detrás de una puerta corrediza de vidrio, un camarero de chaqueta roja, corbatín y guantes blancos arreglaba la mesa del desayuno dispuesta para dos personas.  Sus pasos no se oían, y tampoco las piezas de la vajilla ni los cubiertos producían ningún ruido al ser colocados.  El reino de los ricos es el silencio,  pensó,  las manos apoyadas en el pomo del bastón. “

Ya nadie llora por mí
Sergio Ramírez
Alfaguara, octubre 2017

Pág. 19-22

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada