18 de maig 2017

nazino

En la primavera de 1933 miles de prisioneros capturados en las purgas de Stalin fueron abandonados sin comida ni cobijo en una isla desierta de Siberia, Nazino, donde terminaron recurriendo al canibalismo para tratar de sobrevivir.
Más de 4.000, de los 6.000 prisioneros deportados, fallecieron en menos de cuatro semanas a finales de la primavera de 1933 en una isla descrita,  a principios de los años treinta, como un pedazo de tierra desértico en medio de una inmensa ciénaga a 2.400 kilómetros al noreste de Moscú.
Se produjeron docenas de casos de canibalismo entre los presos, que trataban de sobrevivir devorando los cuerpos esparcidos por la isla. Otros cientos murieron tiroteados por los guardias o ahogados al intentar huir de la isla en balsas improvisadas.
Estas personas fueron víctimas de una campaña ideada por Genrikh Yagoda, jefe de la policía secreta de Stalin, para deportar a cientos de miles de soviéticos a la parte occidental de Siberia y a las estepas de Kazajistán. El objetivo era limpiar las ciudades rusas de “indeseables” y utilizarlos para “repoblar” esas regiones inhóspitas. Tan sólo en Moscú y Leningrado se atrapó a más de 50.000 personas sin hogar, delincuentes, gitanos, niños callejeros y mendigos, así como a campesinos que huían del hambre y ciudadanos sin el pasaporte interior.
El grupo de Nazino estaba formado por unos 3.000 indocumentados, o sea que no lograron conseguir un pasaporte que les considerara válidos para trabajar en las ciudades, unos 2.000 delincuentes, enviados para descongestionar las cárceles occidentales, completándose el grupo con diversas etnias y condiciones consideradas indeseables, realmente el espectro social que cubría el grupo de deportados era amplio, ya que muchos comisarios tenían un cupo de personas a detener y les bastaba casi cualquiera que se cruzaran por la calle, hasta los guardias eran reclutados a la fuerza y equipados de la forma más sencilla y barata, la comida:  pan y harina.
Mandaron hasta embarazadas. Sin avisar a las familias, sin un juicio, sin poder protestar ante nadie, fueron despojados de todas sus pertenencias y documentación. Los que podían salvar algo,  eran víctimas de sus propios compañeros de penurias, durante el viaje muchos se adelantaron al destino final de todos ellos: la muerte.
Al llegar a la isla comienzan las muertes en masa y las penurias: al no poder cocinar la harina la comen mezclada con agua del río; con la consecuencia de producirse brotes inmediatos de disentería. Viendo el futuro que les espera, algunos, aprovechando la presencia en la isla de árboles, construyen improvisadas balsas para escapar, naufragando y llenando el río de cadáveres. La falta de alimentos produce que,  en poco tiempo se den los primeros casos de canibalismo con los fallecidos; en la primera semana los guardias observan cinco cadáveres con muestras de haber sido troceados. Durante las semanas siguientes, detienen hasta cincuenta personas sospechosas de practicar el canibalismo.
En su vida diaria, los prisioneros se tenían que cuidar, aparte de mitigar el hambre, de los guardianes, que asesinaban selectivamente a muchos de ellos para robarles, de otros prisioneros, que no dudaban en matar para robar cualquier cosa con la que traficar a cambio de comida.
Unos meses después, de los miles de personas que fueron arrojadas a la isla de Nazino, quedaban con vida menos de 2.000, de las que solamente estaban en condiciones de valerse por sí mismos unos 200.
Un año después de ese calvario, se decretó su envío a otras prisiones, y la mayoría de ellos, ante su pésimo estado de salud fueron liberados. Eso sí, se les prohibió volver a sus casas y se les confinó en lugares apartados de las grandes ciudades donde se les dejó morir.
Toda la desgraciada historia de la isla de los caníbales fue sepultada y silenciada hasta que en 1988 el grupo de investigación Memorial 2.0 lo sacó a la luz.




“Durante varias semanas avanzaron entre los cascotes de hielo que se iban deshaciendo con la primavera hasta la confluencia del Tom con el Obi. Desde ese momento, la corriente vigorosa del río se abría dejando en medio de las hoces enormes islotes en los que no había nada, salvo pequeños grupos de abetos negros y una maraña de pantanos infectos. La gabarra tenía que reducir la velocidad para no embarrancar en los bajíos de arena lodosa, y rompía pequeñas crestas de espuma dejando tras de sí una hendidura que se cerraba enseguida. Y por fin, una mañana fría, la embarcación dejó de zumbar, viró hacia la orilla derecha y se detuvo junto a un viejo embarcadero abandonado. Alguien con un macabro sentido del humor había clavado en una estaca una madera que rezaba: “Bienvenidos a la isla de Názino. Disfrutad del paisaje. Será el de vuestra tumba».
Allí no había nada que ver. Názino era una pequeña y apartada isla de unos tres kilómetros de largo y poco menos de uno de ancho que se había formado en la confluencia del Obi con su afluente Názino, un territorio inhabitado con algunas agrupaciones de coníferas y amplias extensiones de aguas cenagosas que en verano se convertirían en un vivero para toda clase de insectos. Más allá de la orilla sur se adivinaba la vasta extensión de la estepa, inalcanzable.
—No pueden dejarnos aquí — murmuró Elías cuando les obligaron a desembarcar.
En total eran más de dos mil personas, vigilados por apenas una cincuentena de soldados mal pertrechados y un par de oficiales muy jóvenes. Apenas se habían levantado unos precarios barracones para la guardia, aprovechando algunas casetas de pescadores abandonadas hacía tiempo. No había barracones, ni intendencia, ni unidad médica, tampoco letrinas. Tan solo algunas tiendas de lona viejas rodeadas de alambre de espino, que todavía no se había acabado de extender. Las autoridades no se habían preocupado de levantar más que algunas torretas de vigilancia cerca de las orillas y de la zona boscosa. Nadie en su sano juicio intentaría escapar; simplemente, no había a dónde hacerlo. Tomsk quedaba a más de ochocientos kilómetros. En cuanto a Moscú, podría haber estado a la vuelta de la esquina y sería igualmente inalcanzable.”
Un millón de gotas
Víctor del Árbol
Destino, Barcelona 2014
Pág: 238-239



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