22 de nov. 2015

un cuento de Max Aub

Max Aub Mohrenwitz (París, 2 de junio de 1903-México D.F., 22 de julio de 1972), fue escritor español de origen francés. Toda su obra la escribe en español, cultivando diferentes géneros: narrativa, teatro y poesía.
Siendo niño, su familia -padre alemán y madre francesa- se traslada a España por motivos de trabajo y en medio de la I Primera Guerra Mundial se establece en Valencia, donde Max cursa el bachillerato. Recibe una educación muy rica y cosmopolita y desde niño destaca por su facilidad para aprender idiomas. Al terminar sus estudios recorre el país como viajante de comercio y al cumplir los veinte años decide adoptar la nacionalidad española. Es famosa su frase: "se es de donde se hace el bachillerato".
En los años veinte del siglo pasado cultiva la estética vanguardista y gracias a su trabajo como viajante asiste a tertulias en Barcelona de los vanguardistas de la época. Durante esta época empieza a escribir teatro experimental: El desconfiado prodigioso, Una botella, El celoso y su enamorada, Espejo de avaricia y Narciso.
Durante la guerra civil se compromete con la República y colabora con André Malraux en la película Sierra de Teruel (Espoir). Al terminar la contienda se exilia a París, pero preparando su marcha a México le detienen y es recluido en diferentes campos de concentración de Francia y del norte de África. Gracias a la ayuda del escritor John Dos Passos, tras tres años de encarcelamiento consigue embarcar para México.
Se gana la vida gracias al periodismo, escribiendo en los diarios Nacional y Excelsior, y también en el cine ejerciendo de autor, coautor, director, traductor de guiones cinematográficos y profesor de la Academia de Cinematografía. En 1944 es nombrado secretario de la Comisión Nacional de Cinematografía. Durante estos años escribe San Juan y Morir por cerrar los ojos y estrena su obra de teatro La vida conyugal con gran éxito.
Desde mediados de los cincuenta viaja por Estados Unidos y Europa pero sin poder entrar en España, desarrollando activamente en estos años su actividad literaria, periodística y cineasta. En 1969 por fin se le permite entrar en España y recupera parte de su biblioteca personal, que estaba en la Universidad de Valencia.
A su vuelta a México sigue con sus estudios de la figura de Luis Buñuel; posteriormente participa como jurado en el festival de Cannes, da conferencias por todo el mundo y, tras otro viaje a España, muere en 1972 en México.
Desde 1987 se entregan los Premios Internacionales de Cuento Max Aub, otorgados por la Fundación que lleva su nombre (con sede en Segorbe, Castellón)”.

Fuente: Instituto Cervantes



CAJA


"Tenía indudablemente ojos de pez. tan redonditos y asustados, además ¿quién no hubiese seguido inmediatamente la sugerencia al verla encerrada en aquel acuarium de cristal?
Peces, pececitos de colores, tornad a mi imaginación, engrandeceos con los recuerdos de mis niñedades, dad vueltas seguros de vuestro viaje y pasad magníficamente indiferentes frente al asombro redondo —globitos rojos y azules— del niño que yo fui, frente al acuarium, allá, en aquella gruta, tan húmeda y misteriosa, que necesitaba de la proximidad de una falda para no tropezar y caer en espantosos abismos.
Alargaba los brazos con esa misma languidez de las anguilas y su cabello espejaba en el recuerdo las algas que danzaban tan bien como las serpentinas que atábamos en la cercanía del ventilador, mucho más tarde. Y debía de ser tan diferente la atmósfera allí dentro: aire rarificado, extraños presentimientos y ella tan dulce, tan poca cosa y la incurable melancolía del Ieón del parque zoológico, que parecía flotar resignada y si pretendía usted, al entregar el talón, tocarle la mano,  rehuía el contacto como las medusas un objeto extraño. Os devolvía el dinero de manera que no parecía tocarle, era vanamente imposible esperar al recoger la vuelta rozar sus desmayadas manos.
En la tienda se entretejían los compradores. La señora elegante —ay elegancia de mi ciudad— dejaba cuidadosa, apoyado en el mostrador, su paraguas que, invariablemente, se deslizaba y caía produciendo con su acorde mate un agujero de curiosidad por el cual se deslizaba el humorismo de los parroquianos, el dependiente presuroso adelantaba el busto sobre el mostrador y se echaba a nadar en el vacío sin lograr alcanzar, él ya lo sabía, la prenda caída.
Tras ellos se alzaban las columnas barrocas de los tejidos e iban y venían llevándolos en alto dependientes y aprendices como bandejas de pasteles, camareros de los colores. Y aquél desplegaba ante los impertinentes de una señora metros y metros de sedas, enseñándolas como si fuese presentando paisajes: este me gusta y este no.
Salido el amo, lo era él. Y no podía engañar ni su cuello a la última moda, ni su corbata que pasaba a todo el mundo por las narices, ni su bigote cuidadosamente recortado y sobre todo su pelo, y sobre todo su sonrisa —secretos, secretos, cosmético y paciencia—. Había que verle, efectuada una venta, lanzar su brazo al aire abriendo su mano como un paracaídas, indicar la caja con un aire tal de propietario y triunfo que todos mirábamos un poco asombrados hasta que al ver la sonrisa triste, cohibida y resignada de la cajera salíamos del comercio con un satisfactorio "i Ah, vamos!" muestra complaciente de nuestra comprensión.
Conseguí que viniera un domingo por la tarde a merendar conmigo, aprovechando una de las oportunidades escasas en que el empleado tuvo que acompañar al jefe en un corto viaje de negocios
(¡Ay, por qué no seré uno de esos maravillosos novelistas que florecieron treinta años ha para contaros con todas minucias, las obscenas sobre todo, la historia de esta insignificante muchachita, veríais cómo la vendió su madre —¡santa indignación!— al antenombrado y digno empleado contra promesa solemne de eterno empleo de cajera y “quién sabe si de algo más, si el día menos pensado me establezco”!)
Merendamos sin alegría —esa alegría que desaparece cuando al ir con una mujer a la cual aun inconscientemente se desea llegamos a saber que es posesa de otro—. Hablé, ella, pobrecita, qué iba a decir con sus ojitos de pez,  y al despedirnos musitó: “¿Me permite que le dé un beso?”, como recobrara un sentido de la vida que me había hacia horas abandonado y ella me humedeciera las mejillas, le cogí la cabeza y le planté decidido un beso fuerte en la boca; siempre recordaré la impresión angustiosa de esos labios fríos, viscosos y anhelantes. ¡Sí que era aljófar lo que asomaba en sus tristes ojitos de pez!
Pudo una vez venir a cenar conmigo; solo comió pescado —no estaba alegre, no— y hubieseis debido ver cómo chupaba las ostras —verdes, blancas, negras y cómo brillaban— y cómo descaparazonaba los langostinos y conto latían furtivos su cola entre sus labios, y qué delicadamente envolvía en el armiño de la salsa la rosada turgencia de las truchas y cómo bailaban a su alrededor las lubinas, los congrios, las merluzas, las aristocráticas sardinas, plata y azur, y un sin fin de pescados para mí desconocidos, aplastados, cortos, largos, blancos, grises, rojos, negros que, si fuese uno de esos anteañorados novelistas cogiera un diccionario y os asombrara con mi saber de marinero.
Llegó, como llegan los frutos, el blanco verano y el digno dependiente de mercader llevó su cajera al mar cajoncitos del corazón— ¡cómo corría aquel año la playa por la orilla del mar y cómo saltaba encima de los roquedos para continuar bordando firme hasta aquel recoveco, que era el fin del mundo!
i Cómo la sacudió el mar! Y cómo se sintió suya. Ya no oía cómo gritaba la sombrilla de su madre, ni los velludos brazos del galán, cómo moría la tierra, conchita de mar, y cómo se diseminaba el pecho por las aguas todas, ¡y nadaba, sí, nadaba sin saber!
Sirena de la caja, ya no tomarás resignada los dineros, que te fuistes con tus hermanas a bailarle el coro al viejo dios del mar Cómo bailaba loca, nuevecita tu cola y cómo te revolvías ligera sin saber todavía la alegría de tu vida nueva, sirenita de la mar.”

Max Aub
 Publicado en Alfar, nº60
La Coruña

08-09 de 1926

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